De niño, lo mejor de caer enfermo, con un simple resfriado o un algo más que exagerado 'me duele la tripa, mami', aparte de no tener que ir al colegio, eran los cuentos y los tebeos con los que mi mamá me mimaba: Toma, cariño mío, para que te entretengas mientras te pones bueno. Con ellos, con los cuentos y los tebeos, aprendí la naturaleza mágica de las palabras.
Las palabras son como ventanas, Nani, me decía mi abuelo Ángel. Las palabras son ventanas por donde puede asomarse el alma de las personas. Las hay grandes, enormes ventanales; y las hay pequeñas, como rendijas. Las hay abiertas de par en par, bien asoleadas; y también las hay que permanecen cerradas durante años a cal y canto, matando de tristeza a las almas que se esconden tras ellas.
Las palabras son ideas en forma de olas; son emociones, sentimientos. Las palabras acercan o distancian a las personas; enamoran o espantan, hacen reír unas veces y, otras veces, hacen llorar. Así que los libros no son sólo una pila de hojas de papel con manchitas negras, no. Los libros, Nani, son almas que resucitan cada vez que alguien los lee.
Así que, para mí, desde muy niño, la palabra leer ha estado siempre asociada a regalo, a placer, a ventana abierta a nuevos y cambiantes paisajes y entrañables figuras.
En todo esto pensaba yo, hace tan sólo unos pocos días, cuando en un autobús urbano de Barcelona, camino ya de casa, una joven madre, cargada con la mochila del colegio y el abrigo de su hijo, y varias bolsas del súper; aburrida y crispada ya de tanto y tanto llamar la atención a su revoltoso niño, le espetó amenazante: Esta tarde no saldrás a la calle. Y no te pienses que te vas a plantar delante de la tele. Ni tele, ni “mesenller”, ni “cónsola”. Estás castigado. Y te quiero ver toda la tarde leyendo un libro.