24.11.2008

Segunda Guerra Mundial

La mascota: Un niño judío en las SS

En 1997, Mark Kurzem recibió la visita inesperada de su padre en Oxford, Inglaterra, donde estaba estudiando. Alex Kurzem, de 72 años, había llegado desde Melbourne, Australia, para decirle algo: «Quiero que hagas una cosa por mí, hijo. Quiero saber quién soy. Quiero saber cuál es mi nombre verdadero y poner unas flores en la tumba de mi madre». Así fue como Alex rompió el secreto que había guardado durante décadas. Para empezar, le dijo que era judío, cosa que nadie sabía, ni siquiera su esposa, que es católica. Y después continuó con una de las historias más increíbles de la Segunda Guerra Mundial. Alex fue adoptado por las SS cuando era niño y convertido en su mascota.

Cuando tenía alrededor de cinco años, vio cómo asesinaban a su madre y a sus hermanos en su aldea de Bielorrusia. Pensó que su padre también habría muerto, y se escapó al bosque, donde pasó varios meses, solo y aterrorizado. Le contó a Mark que se mordía la mano para no gritar, y que sobrevivió pidiendo pan de puerta en puerta, escalando los árboles para evitar el ataque de los lobos, y vistiendo ropa que quitaba a los cadáveres de los soldados. Hasta que un lugareño lo entregó a la policía lituana, que más tarde fue incorporada a las SS.

Un soldado se acercó a él para examinarle y comprobó que era judío (estaba circuncidado). Alex le dijo: 'Antes de matarme, ¿me daría un trozo de pan?'. Por alguna misteriosa razón, aquel soldado —Jekabs Kulis— decidió salvarle la vida. Les dijo a todos que Alex era un huérfano ruso y le bautizaron como Uldis Kurzemnieks. Y así fue como los soldados de las SS le convirtieron en su mascota, un soldado en miniatura con uniforme e insignia.

«Me dieron un uniforme, un pequeño rifle y una pequeña pistola», contó Kurzem a la BBC. «Y me encargaban pequeñas tareas, como limpiar zapatos, llevar agua o encender el fuego. Pero mi trabajo principal era entretener a los soldados, hacer que se sintieran un poquito felices. Yo era como un divertimento para ellos. Les hacía mucha gracia cuando saludaba con mi pequeño uniforme».

El pequeño Alex presenció muchas atrocidades perpetradas por las tropas nazis en el frente ruso. Vio cómo metían a un grupo de judíos en una sinagoga y después les quemaban vivos. Le hicieron llevar flores a unas mujeres para atraerlas al campamento, y después violarlas brutalmente mientras él se escondía en un rincón. Los periódicos y documentales de la época se referían a él como «el nazi más joven del Reich». «Yo era judío, sabía que no era mi gente, pero ¿qué podía hacer? Sólo era un niño tratando de sobrevivir», dijo.

Al final, en 1944, cuando la guerra llegaba a su fin, le enviaron a vivir con una familia lituana. Y, años más tarde, se fue a Australia, donde se propuso enterrar para siempre esos recuerdos que le atormentaban. Se ganaba la vida reparando televisores.

Los recuerdos eran borrosos, ni siquiera recordaba su nombre verdadero, así que la historia fue recibida con cierto escepticismo por algunos expertos. Un historiador de Oxdford le dijo a Mark que era poco probable que un niño de cinco años sobreviviera solo en el bosque, y que quizás Alex sufría un síndrome de falsos recuerdos. Pero, finalmente, un grupo judío de Minsk los validó. Y de todo ello surgió una autobiografía (La mascota) y un documental producido por Mark.

Desde que emprendieron este viaje a la infancia, Alex y su hijo Mark han viajado muchas veces a Letonia, donde han revisado los archivos estatales. Alex descubrió que su verdadero nombre es Ilya Galperin, y encontró una película donde aparece luciendo las galas de las SS. Otro hallazgo sorprendente es que su padre no murió, como él creía, sino que sobrevivió a Auschwitz.

«Finalmente, después de todo este tiempo, he podido dejar una rosa sobre la tumba de mi madre; pero cuando estuve de pie en ese lugar, como hombre adulto, desde donde la ví morir, tuve que volver a morderme el puño para no gritar», dijo Alex.

La historia de Alex habla de colaboracionismo, de hasta dónde se puede llegar para salvar la vida y de un sentimiento de culpa que le ha perseguido toda su vida. Pero, ¿se puede ser culpable de algo con cinco años?