Buscar un centro de educación musical para niños de tres años en España
es muy complicado. Pero, si vives lejos de las grandes ciudades, lo es
mucho más. Y no es porque no los haya. Pero, aunque cada vez hay mas
publicaciones gratuitas locales, no hay buenas referencias sobre qué se
ofrece en cada lugar. Y es mucho peor en Internet. Yo buceé durante varias semanas por directorios españoles caóticos
llenos de enlaces rotos, hasta que, harta de no encontrar nada, decidí
dirigirme a los expertos en el asunto, por surrealista que pueda
parecer.
Contacté con la atenta directora de la Sociedad para la
Educación Musical en el Estado Español (SEM-EE), Maravillas Díaz.
Busqué al profesor Vicente Sanjosé Huguet, de la Universidad de
Valencia (que publicó por esas fechas (4-6-2004) en Las Provincias el
artículo ¿Menos música y más matemáticas?). Acudí a la Asociacion
Mundial de Educadores Infantiles (que ni contestaron); a la revista Filomúsica; a los del
método Suzuki; a la Asociación Willems, …
Isabel F. Álvarez, de Filomúsica, aunque no pudo darme pistas, escribió un artículo inspirado en mi
e-mail de búsqueda desesperada. Lo tituló
Orientaciones para familias con niños menores de seis años. Maravillas
Díaz que, aunque yo pensaba que estaba en Valencia, reside en el País Vasco y estaba liada preparando el congreso
de la International Society for Music Education (ISME2004) me remitió
a la Generalitat Valenciana. Pero de ahí sólo logré una lista de
academias de música para adultos. En resumen, de todos los citados, los del método Willems
desde su sede central en Francia fueron los únicos que me dieron una pista
cercana: me enviaron el teléfono de una profesora de música diplomada
por su método y que vivía a 30 Km de nuestra casa.
Resultó ser una pianista que sólo impartía clase a mayores de nueve
años, pero nos habló de un curso de música para niños de tres y cuatro
años que se iba a impartir ese verano en la Sociedad Musical de Sax,
Alicante.
Por fin llegó el primer día de clase. Recorrimos unos buenos
kilómetros bajo el tórrido sol a la búsqueda de la escuela musical
infantil. Iba a ser el primer contacto de Ana, a sus dos añitos y
medio, con una escuela, y tenía que ser especial porque era de música.
Yo imaginé instrumentos, sonidos, un espacio recogido y amable, risas y
juegos, …
Para nuestro asombro, era un edificio viejo al que no habían destinado
ningún presupuesto en las últimas tres décadas. En las paredes de la
entrada, habían muchas fotos de bandas de música de los últimos 40
años, dejando constancia de la tradición musical de la ciudad. Más
adentro, había una única sala, como un gimnasio, con músicos
adolescentes ensayando en una esquina. Los techos eran muy altos y de
ellos se iban desprendiendo una especie de hueveras amarillentas. El
aspecto era deplorable. Y hacía un calor sofocante.
La directora del centro era tan encantadora como por teléfono. Pero la
profesora del curso resultó ser una especie de militar que gritaba para
dirigirse a los niños y se movía pesadamente de un lado a otro. Aunque
se mostró amable, me miraba raro porque pedí quedarme con Ana hasta que
ella quisiera que me marchara. La pequeña estaba pegada a mi como una
lapa y no quería ni poner el pie en el suelo. La única forma de que se
quedara era quedarme yo con ella.
La clase se formó en torno a una tabla alargada, sentados en sillas
plegables de madera. Una chica de unos 17 años la ayudaba. Quisieron
empezar la clase con unas fotocopias de instrumentos para colorear,
pero la fotocopiadora no funcionaba bien. Salieron todas oscuras, pero
las repartieron igualmente. Los niños pintaron sobre folios grises
mientras la profesora pasaba por detrás de cada uno y comentaba a voz
en grito: «¡¡Qué bien!! ¡¡Qué bien lo haces!! ¡Muy bonito! ¡Venga,
pinta!». Cada vez que pasaba por detrás, Ana se encogía y me decía:
«Pinta tú».
Llegó el turno de las canciones. Hizo poner a todos en pie, formando un
círculo a su alrededor, y empezó a cantar canciones del tipo “Yo tengo
una casita, así, así, así de pequeñita…”. Después de cantar un par,
dijo que era la hora de merendar y todos sacaron un bocadillo y se
sentaron maquinalmente en el suelo, en círculo, como si lo hubiesen
hecho cada día de su vida.
Entonces fue cuando Ana empezó a relajarse y se despegó de mi falda.
Bajó a pisar suelo y empezó a investigar los alrededores. Pero tuvo la
mala fortuna de tocar unas sillas apiladas contra la pared que se
abrieron y desplomaron haciendo mucho ruido. Los niños gritaron un
¡¡¡HALAAAAAA!!!, y Ana empezó a llorar.
La maestra aprovechó para mejorar la situación: «¡¡ANA, ve a sentarte
con tus compañeros!!! ¡¡Tus compañeros quieren que te sientes son
ellos!!! ¡¡No puedes estar con tu mamá siempre!! Si sigues ahí con tu
mamá, todos tus compañeros empezarán a llorar porque no está la
suya!!!!»
Los niños miraban a la profesora sin prestar demasiada atención a lo
que decía. Aparte de un niño que había entrado a la fuerza después de
que su abuelo le diese un par de guantazos, el resto parecía sentirse
como en casa, aunque no mostraban ningún entusiasmo. Ana y yo estábamos perplejas ante la tan idealizada “clase de música”.
Y entonces fue cuando la maestra aprovechó para aleccionarme a
mi también: «¡¡Tienes que dejarla e irte!! ¡Aunque llore, da igual! ¡Es normal,
todos lloran el primer día!!! ¡¡Hazme caso!! ¡¡Yo estoy dando clases a
niños pequeños desde hace quince años, y lo sé muy bien!! ¡El primer
día de clase he llevado a más de uno llorando, a rastras, y agarrándose
a todos los árboles del paseo hasta llegar al colegio».
Creo que no hizo falta oír más. Nunca volvimos. Y desistí de la búsqueda.
Un mes más tarde, supe que había un curso de música para preescolares
en el pueblo donde pasamos cada fin de semana, a cinco minutos de casa.
No estaba anunciado en ninguna parte y no lo conocía ni la gente del
pueblo. Me enteré entrando a la Casa de la Música y preguntando si había
algo así. Y resultó que sí.
La maestra es una profesora fantástica que
sabe trasmitir su entusiasmo a los pequeños. Se llama Toñi. Toca el
piano, el clarinete, el obóe y la guitarra. Los niños experimentan con
sonidos, con el ritmo, cantan, bailan, ven y tocan instrumentos de
verdad, escuchan música y aprenden jugando, … y están encantados con ella. Lo único
malo es que sólo dura una hora a la semana. Yo cambiaría el colegio
diario por una clase así.
Por cierto, Ana entró sola por su propio pie y sin llorar el primer día. Los más pequeños saben muy bien lo que hacen.
Me alegro, ¿no es Valencia la comunidad de la música?
En Valladolid hay una escuela municipal de música donde el duendecillo podrá apuntarse el curso que viene. Este año va a una piscina dos dÃas a la samana pero el año que viene lo cambiaremos por la música. ¡Todo a la vez no puede ser!
Pues si, Valencia es la comunidad de la música, pero España no es precÃsamente el paÃs de la información. Somos como la homeopatÃa: se diluye tanto la poca sustancia, que no llega a hacer efecto, aunque algunos sean los reyes del efecto placebo.
Yo tengo mal recuerdo de mi primer dÃa de clase. TenÃa seis años, y entré a la fuerza. Mi madre, la directora y una profesora me empujaron a un aula inmensa llena de niñas. En el forcejeo, le dà una patada a la directora, seguro que sin querer.
Creo que hay mejores formas de empezar “la vida académica”. Aún hoy sigo preguntándome: ¿Por qué lo hicieron asÃ?
He visto “Un golpe del destino”. Matilda, la niña, tuvo mucha suerte ese primer dÃa de escuela, sobre todo con la escuela.