Hoy estaba en la playa el payaso-equilibrista que cada año ata una
cuerda a dos palmeras y divierte a los pequeños haciendo malabarismos
sobre ella. Tenía a un grupo de niños ingleses riéndole las gracias.
Uno español, de unos siete años, saltó del paseo a la arena para ver de
cerca el espectáculo. Su padre empezó a gritar su nombre para que
volviera con ellos y continuase paseando. «¡ANTONIO! ¡ANTONIO!
¡ANTONIO!… », gritaba con tono de reproche. El niño vacilaba. Y el
equilibrista, que chapurrea el español, acabó
imitando al padre, con guasa: «¡Antonio! ¡Antonio!», hasta que el
pequeño se marchó
corriendo.

Me entró curiosidad por la familia paseante. Era muy española, en contraste con los ingleses de esta zona:
llevaban ropa bastante oscura y más de la que hacía falta, y caminaban
con paso solemne. También les acompañaba una niña de unos 11 o 12 años
que iba vestida de color pistacho de los pies a la cabeza. Se agachó
para arreglarse el lazo de la manoletina. La madre, que iba hablando
animosamente con otra persona, no la vio y chocó con ella. La cara
sonriente de la madre se transformó en otra de asco. Se acercó a la
niña, cerró el puño, hizo un gesto como de golpearle en la cabeza, y
leí en sus labios: ¡IMBÉCIL!

Estremecedor.

Por esta zona de la costa vienen bastantes familias de ese tipo, de
las que huelen a dinero y a rancio. Abundan las de Madrid, aunque también vienen de Valencia o del mismo pueblo. En verano,
en cuanto empiezan las vacaciones de los niños, se multiplican. Los
columpios se llenan de niñas con enormes lazos de raso en el pelo, como
si llegasen de un viaje en el tiempo.  Muchas de estas familias veraneantes se traen a la chica,
como la llaman, casi siempre sudamericana, para que pase todo el tiempo
de vacaciones con los niños mientras los padres se divierten en una
terraza bien alejada.