Ayer estuve una hora tumbada en una camilla del quirófano. Siempre
me ha dado miedo  enfrentarme a lo que realmente somos: nada, así
que he esquivado esta intervención durante 10 años. Me ví como un trozo
de carne siendo cortado por el carnicero, un trozo de carne haciéndose
todas las preguntas: ¿Por qué pensamos? ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué
amamos? Me acordé de la Canción de la Infancia
(Lied vom Kindsein): «¿Por qué yo soy yo y por qué no tú? ¿Por qué
estoy aquí y por qué no allí?… ¿Acaso la vida bajo el sol no es sólo
un sueño?». Pero, mientras tanto, el cirujano —un perfecto extraño al
que yo había dado permiso para que me abriese con un cuchillo— hablaba
animosamente con su ayudante, una médico residente, como si yo no
estuviese allí. Y eso me hacía sentir aún peor.

Comentaron la noticia del contagio de tuberculosis en una guardería,
y él se mostró indignado: «Los periodistas tendrían que
meterse en otras cosas y dejar de fomentar la cultura del miedo», decía
mientras sajaba. «Eso de la tuberculosis es lo más normal del mundo
aquí en Europa». Ella contaba cómo en otros países se vacuna a todo el
mundo contra esa enfermedad, aún sabiendo que no sirve para nada. A mi
me empezaban a castañetear los dientes, y me preguntaba por qué nadie
se apiadaba de mí y me daba un tranquilizante.

Después empezaron a hablar del colegio donde ella había inscrito a
su pequeño. Contaba que habían dejado dos plazas vacías por aula para
los posibles niños con minusvalías que pudiesen llegar a última hora. Y
el cirujano empezó a calcular lo que eso significaba: «Entonces, un 2%
de los niños son minusválidos en España? Eso no puede ser». Al final,
me cosieron, como a un muñeco, y salí del hospital. Y entonces vi
llegar a una mujer corriendo hacia la puerta de Urgencias con un niño
en brazos, de unos dos años. Iba muy angustiada y le repetía todo el
tiempo: «Ya llegamos, cariño, ya llegamos!». Y me eché a llorar.