Antonie van Leeuwenhoek (1632 -1723) era un holandés fabricante de
lentes. Construyó uno de los primeros microscopios, al que
llamaron espejo mágico de Leeuwenhoek. Con él, o con alguno de los 500 que llegó a fabricar, descubrió los espermatozoides. Los bautizó con el nombre de animálculos. En aquella época, imaginaban ver dentro de cada espermatozoide humano un hombrecito diminuto al que llamaron homúnculo.
Creían que esta pequeña criatura era el futuro ser humano. Se
implantaba en el vientre materno, donde crecía, y si al nacer se
parecía en algo a la madre era por las influencias prenatales del
vientre. Los animálculos eran misteriosos sobre todo por su cola. Algunos aseguraron que era para agitar el fluido seminal para que no se espesara.

Además de estos anilmalculistas, estaban los ovistas, los partidarios del huevo,
que no tiene mucho que ver con el concepto de óvulo. Los ovistas
pensaban que los mamíferos tenían un huevo parecido al de las aves que
crecía cuando era estimulado por el aura seminalis, nombre con el que Fabrizio D’Acquapendente bautizó al semen.

Según el fisiólogo suizo Anbrecht von Haller (1708-1777), el aura seminalis
era algo nauseabundo, tanto que impedía comer la carne de un animal
recién castrado. Y, al invadir el cuerpo femenino, decía este
fisiólogo, provocaba esas náuseas y vómitos tan comunes en las
embarazadas.