Ayer fuimos a uno de esos sitios con distintas atracciones para
niños pequeños, para saltar, trepar, colgarse, … Íbamos con tres
niñas de la clase de Ana, y, claro, los padres. Era la primera vez. Las tres
son de la misma edad y el centro de atención en sus respectivas casas: Ester está muy acostumbrada a socializar con
niños de todas las edades (vecinos, hijos de los múltiples amigos de
los padres, …); Maye es holandesa, muy reservada y seria. Vive en una casa con jardín y no se relaciona
con muchos niños; y la tercera es Ana, que sólo ha socializado con sus
compañeros del colegio y suele negarle la palabra a todo el desconocido
que se la solicite.

Sin embargo, las diferencias no impidieron que disfrutaran de lo
lindo. Corrieron una detrás de la otra, saltaron hasta caer
desfallecidas, se revolcaron por el suelo del centro comercial (Maye no
porque es una auténtica princesita, no como las otras…), se enfadaron
y reconciliaron unas siete u ocho veces, dibujaron una pequeña obra de
arte, y vieron como un tesoro un pedazo de cartón redondo que había en
la caja del menú infantil.

Los mayores, en cambio, parece que llevemos las diferencias a modo
de muralla. Aunque reine la más agradable cordialidad, sólo somos
capaces de hablar: del trabajo, del colegio, nos quejamos de la
política del Ayuntamiento, comparamos ciudades, y soltamos la sarta de
fragmentos de nuestra propia vida que nos interesa contar. No somos
capaces de mostrar una frescura ni remotamente parecida a la de ellas,
a no ser —como decía Groucho Marx— que haya de por medio un poco de
lubricante social.

Cuando volvíamos hacia casa, Maye le dijo a su madre: «Yo no quiero
volver a dormir sola nunca más. Quiero que Ana venga a jugar conmigo y
que se quede a dormir conmigo». Después de la traducción materna, Ana
nos miró y sentenció, casi como una orden: «Vale, vamos todos a dormir
a casa de Maye.»