La maestra de Ana lo dejó claro el primer día: no iba a prestarse a
repartir ninguna invitación de cumpleaños entre los niños a no ser que
estuviesen invitados todos y cada uno de ellos. Los motivos son más que
obvios. Pues bien, hoy ha ocurrido la primera situación embarazosa.
Esta tarde, cuando salíamos de la clase, nos hemos encontrado a una
madre en el pasillo. Con nosotros caminaba otra madre con su niña, que
es muy amiguita de Ana. La que venía paró a ésta, le dio dos besos y los saludos pertinentes de Feliz Año Nuevo y esas cosas.

Nosotros nos paramos más adelante hasta que acabaran la charla, ya
que, aunque intentamos repetir el amable Feliz Año Nuevo, parecía que
nos habíamos vuelto invisibles de golpe. Ni nos miró.

Cuando la madre y la niña reanudaron el paso, la pequeña fue
corriendo a Ana y le dijo: «Mira, mira, tengo una invitación de Laura
para su fiesta de cumpleaños en su casa …»

La verdad es que a Ana no pareció importarle demasiado no tener una
invitación, aunque se quedó muy pensativa mirando el sobre amarillo. Y
a mi me hizo pensar en la tremenda mediocridad humana. ¿Por qué esa
necesidad de hacer sentir tan pronto a los niños que no forman parte de
un grupo?

Todo esto es muy curioso porque en el antiguo cole, aquel de
Infantil—3 años, aquel tan escaso en medios, con padres sin interés
por la calidad de la educación, tan precario en muchos sentidos, …
allí, cada vez que se hacía una fiesta de cumpleaños fuera de clase no
se excluía a ningún niño. Aquellas familias inglesas tan gregarias de las que hablaba el año
pasado no negaban una invitación a nadie, y eso que allí sí podrían
haberse dado casos de racismo porque había gente de todos los colores y
de todos los estratos sociales.