He aquí una conversación entre Ana, su amiga Elsa (ambas de cuatro
años de edad) y yo. Ha sido hoy, paseando por el puerto, justo antes de comer.

Elsa: El otro día me hice sangre.

Yo: ¿Sí? ¿Dónde?

Elsa: Aquí. (Señala la rodilla izquierda)

Ana: Yo también me hice sangre en esta rodilla (señala la suya). Y salió espuma negra.

Yo: ¿Espuma negra?

Ana: (Titubea un poco) …. ¡Blanca! Espuma blanca.

Elsa: Era negra.

Ana: No, era blanca.

Elsa: Negra.

Ana: (Empezando a poner cara de pocos amigos) ¡Blanca!

Elsa: Negra.

Ana: ¡¡Era blanca!! Yo lo ví.

Yo: Era blanca, por el agua oxigenada. ¿Os vais a pelear por eso?

Elsa: No era negra, que ‘no’ era negra!

Yo: (Tratando de apaciguar) ¿Ves, Ana, lo que había dicho Elsa es que “no” era negra?

Elsa: No, yo había dicho que era negra.

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El día ha estado repleto de conversaciones y peleas por el
estilo. Al final, en la playa, después de darle de comer arena a las
olas (?) y de jugar al escondite con el mar (?), han estado jugando con
una botella de
plástico que llenaban y vaciaban de arena una y otra vez.

Cuando llegó
la hora de volver a casa, Elsa quería llevarse la botella pero Ana no
quería dársela. Ya estaban sin pilas y no había manera de hacerles
entrar en razón. Sólo se me ocurrió preguntarles: «¿Cuando
tengáis 70 años seguiréis siendo amigas?»

Elsa: Sí, dijo, con gran seguridad.

Yo: ¿Y qué haréis entonces? ¿Pelearos también?

Elsa: No.

Yo: ¿Entonces?

Elsa: Ana vendrá a mi casa y yo le daré una botella.

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¡Estoy agotada! Por cierto, creo que ya sé de dónde sacaban la inspiración los Hermanos Marx…