Me gusta estar con mi hija, pero eso es incompatible con el colegio.
Allí la dejo a primera hora de la mañana, fresca, llena de energía; y de
allí sale a media tarde, derrotada, comportándose la mayoría de las
veces como si no fuese muy capaz de distinguir entre el colegio y su
casa, entre sus compañeras y yo.

Después del cole, es imposible hacer nada “interesante” porque toda
la energía la ha gastado allí. Ni paseos, ni playa, ni nada porque
cualquier cosa es un sobreesfuerzo. Y la hora de dormir llega demasiado
pronto, porque por fuerza tiene que irse pronto a la cama.

Y vueve a comenzar el ciclo.

Pagamos para que otros disfruten de nuestros hijos en su mejor
momento. Sería aún más grave si no disfrutaran, cosa que ocurre a miles
de profesores no vocacionales. Por lo menos, este colegio tiene una
sección de Infantil muy buena y Ana está feliz. Pero sigo pensando que
los horarios escolares son desproporcionados y que los humanos nos
organizamos la vida como si fuésemos inmortales, o como si lo que
decimos que tanto nos importa, en realidad nos diese igual.

Medio día de dosis escolar sería más que suficiente. La otra mitad
serviría para darle rienda suelta a la creatividad y a la libertad. Por
lo menos, debería de ser una opción.