Mientras pagábamos en la caja del supermercado, una señora que esperaba detrás de nosotros le dijo a Ana:

—¡Qué guapa estás hoy!
Ana la miró perpleja, se apartó y miró hacia otro lugar.
La señora siguió:
—Es que te conozco de vista porque os veo ir a colegio cada día.
Y siguió hablando con la cajera, que la conocía:
—Es que a mi se me cae la baba con las niñas. Tengo la desgracia de tener cuatro hijos, todos varones, y tres nietos, también chicos. ¡Con la de cosas que yo le compraría a una nieta! Y la de cosas que tengo guardadas, joyas de la familia, que no le pienso dar a ninguno de ellos, claro. Con los chicos, todo lo que le des, se pierde…

Al salir, le dije a Ana:

—No te costaba nada sonreír. No hace falta que hables, sólo una pequeña sonrisa.
—Ya sabía que me ibas a decir eso.