Ayer fuimos a ver un colegio nuevo. Me lo pidió una madre que dice que mi visión de Rayos X le interesa mucho. Quería que yo lo viera y le diera mi opinión. Dice que le preocupa mucho la educación y el bienestar de sus hijos y que es capaz de lo que sea para que ellos estén bien. Del colegio no voy a hablar, pero sí de esa madre y de ese padre.

En el trayecto en coche a la escuela, que está a unos 45 minutos de la ciudad, íbamos detrás de ellos. Llevaban a su niño de dos años y medio sin silla reglamentaria ni cinturón, de pie entre los dos asientos delanteros o moviéndose por donde quería, como lo hace cualquier niño de esa edad. Nos habían confesado más de una vez que sus hijos nunca llevan cinturón, incluso en viajes largos internacionales, y lo cuentan como si fuera algo muy divertido. A mí, sólo por eso, no me apetece tener mucho trato con ellos.

Fue un viaje angustioso. No paraba de pensar que si daban un frenazo brusco, el niño podía salir despedido como un proyectil atravesando el parabrisas delantero y aterrizando a 100 metros de distancia. Y entonces a esa mujer ya no le haría falta pensar más en la educación de sus hijos y en lo mucho que se sacrifica por ellos.

Conocí a una mujer que perdió así a su bebé. Tardó en comprender que no merece la pena el riesgo. La sonrisa se le borró para siempre. Desde entonces, me acuerdo de la expresión de su cara cada vez que veo un niño sin cinturón.