Una conversación entre dos adolescentes de unos 13 o 14 años del cole de Ana que esperaban el transporte público:

—Y la vecina vino a decirle a mi madre “Creo que sus hijos piensan que a mi perro le gusta el pollo, y no le gusta. Y tiene que decirles que dejen de tirar carne a la piscina, porque se puede a atascar”.
El amigo se doblaba de la risa. Y el narrador prosiguió:
—Y mi madre le dijo “Es que mis hijos son unos cabrones”. Y me hizo ir a pedirle perdón, menos mal que no estaban en casa.

Luego empezaron a hablar de un amigo común que siempre “ponía los cuernos” a las chicas, y añadió:

—Pero siempre sale con tontas pijas, de esas que dicen “¡Qué guapo es! ¡Nos dice cosas tan bonitas!” No ha salido con ninguna chica con carácter.

El “gracioso” era muy “larguirucho”, llevaba aparato en los dientes y tenía bastante acné, unos pantalones vaqueros varias tallas mayores que la suya, perfectamente planchados, unas zapatillas Nike blancas limpísimas, y no paraba de saltar por encima de un banco de la estación como si fuese una valla. Su amigo era como uno de los compañeros de Ana de Infantil, tenía cara de niño pequeño, pero era grande.

Ana y yo estábamos sentadas en un peldaño, dibujando premios allí donde la maestra se había “olvidado” de ponérselos, y me pregunté cómo serán sus conversaciones a los trece años.