El lunes empieza la entrega de los premios Nobel de este año. Detrás del evento, está Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, un invento accidental, como tantos otros.
Nobel nació en Suecia el 21 de octubre de 1833. Cuando era niño, recibió la mejor educación privada, igual que sus hermanos. Y a los 17 años, hablaba con fluidez sueco, ruso, francés, inglés y alemán. Su padre era ingeniero y le consideraba demasiado introvertido e interesado por la poesía.
Nobel solía estar enfermo con frecuencia. Sufría migrañas y profundas depresiones ocasionales. Se reconocía a sí mismo como un misántropo y en cierta ocasión llegó a decir de sí mismo: “Alfred Nobel —una lamentable media vida que debería de haber sido extinguida por algún médico compasivo cuando el niño salía al mundo».
Nobel creó empresas e hizo negocios por todo el mundo. Vivió en muchos países y nunca estableció una residencia legal. Era conocido como el “vagabundo más rico de Europa”. Tampoco llegó a casarse. Y su inmensa fortuna pasó, a su muerte en 1896, a la creación de los cinco prestigiosos premios anuales que hacen honor al ingenio.
Se premian los descubrimientos, no la trayectoria científica o literaria de los ganadores. En una entrevista para The New York Times, el doctor Michael S. Brown, uno de los laureados —de la University of Texas Southwestern Medical Center, de Dallas—, aseguraba con humor que, de hecho, la mayoría de los ganadores no son genios: «Si realmente quiere saber cómo son los ganadores, tendría que ir al desayuno para ver a todas esas brillantes personas deambulando al azar por la sala tratando de encontrar los huevos revueltos. Es cualquier cosa menos un grupo de gente brillante».
—Alfred Nobel and the Prize That Almost Didn’t Happen, de Lawrence Altman (The New York Times, martes 26 septiembre). Hay que registrarse.
—Web de los Premios Nobel.
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