Hoy había una mujer de mediana edad en la cola del supermercado,
delante de mi. Iba en bañador, con un elegante pareo y aspecto de
secretaria ejecutiva. Sólo tenía dos personas delante pero se empezó a
poner nerviosa. Me miró y me dijo, señalándome el sitio: «Yo estoy
aquí, ¿eh? Voy a buscar otra cajera porque esto no puede ser». La seguí
con la mirada en su deambular por los pasillos, con su cómico gesto de salva-patrias. Me volvió a mirar y dijo, cabeceando: «Claro, es que tenemos que quejarnos, porque si no…»
Puede que las cajeras de supermercado de provincias sean un poco más
lentas. Eso te exaspera cuando vienes de la gran ciudad y crees que tu
tiempo es demasiado valioso para perder un minuto. Desgraciadamente,
ocurre lo mismo en la carretera. Muchos corren más de lo debido para
llegar un cuarto de hora antes al peaje, donde te los vuelves a
encontrar.
Así son muchos de los veraneantes que llegan a esta playa a ocupar
su chalet o apartamento, vacío durante el resto del año. Este próximo
fin de semana se espera la avalancha. Como esta es una playa familiar,
se ven padres dedicados a la tarea de atender a los hijos, aunque sólo
sea en vacaciones.
Lo que nunca imaginé es que yo iba a ser capaz de contemplarles desde el otro lado, el tranquilo lado local,
y de reconocer esa prepotencia histérica que traen de la capital. Antes
yo era como ellos. Pero ahora hago ejercicios de antropología cultural
con los de la ciudad y no con los del pueblo, y juego a adivinar en qué
fase están. Al principio, reina la histeria. Después de unas semanas,
casi cuando es hora de volver, se han humanizado un poco.
Junto al paseo, en las duchas, veo cada tarde varias madres
histéricas porque sus hijos se les escapan para volver a mojarse los
pies una vez más o porque vuelven a manchárselos de arena. También oigo
órdenes militares, como las de ayer de una madre a dos chicos que
estaban haciendo un enorme castillo amurallado en la orilla: «¡Vámonos
ahora mismo si queréis poder bañaros en la piscina cinco minutos!».
¿Cinco minutos en la piscina? ¿Qué puedes hacer en una piscina durante
cinco minutos? Los niños contestaron con un gesto de asqueo
generalizado. Pensé: ¡Qué plastas somos los padres y qué difícil parece
darse cuenta de ello!
Cuando era pequeña, algo me chocaba de la serie Verano Azul
pero no sabía qué. Ahora lo sé. Aunque yo estaba en la misma situación
que Javi o Bea, no entendía por qué esos veraneantes con casas vacías
en la playa necesitaban vivir todo el año en la ciudad, donde no tenían
mar, ni amigos con los que saborear el tiempo, ni un espacio donde
poder jugar o ir en bicicleta. Sigo sin entenderlo (¡aunque me alegro
de que sigan allí!).
Hoy en la viñeta de El Norte de Castilla salen dos padres en bañador en un chiringuito de playa y uno dice que va a dedicar el verano a conocer mejor a sus hijos, sus gustos, aficiones, a que curso van, cuantos son…
SÃ, ahora viene esa época del año en la que hay que contar a los hijos, se deja a los abuelos en la gasolinera o en la puerta del hospital, se abandona a los perros en la autovÃa y se empiezan los trámites de divorcio porque no se soporta pasar tanto tiempo con la pareja. ¡Qué humanos más humanos! Menos mal que hay excepciones.
A punto de finalizar el verano y encuentro este artÃculo que tan bien define eso, la histeria del veraneante, sabelotodo a veces.
Suelo venir por esta casa y encuentro a veces enlaces interesantes que aún no he leÃdo, no soy nada riguroso y poco a poco voy descubriendo nuevos párrafos que ya existÃan, pero que me hacen declarar.
Mi procedencia está cerca del mar, en una ciudad tranquila, pequeña, acogedora, al menos para los de allÃ, con ese sabor a saber vivir, que da la paciencia de las no grandes ciudades.
Los caminos me han ido separando del mar, de la paz, al contrario que a ti, Paula, y ahora me toca vivir cerca de una megaurbe de cemento y alquitrán, eso sÃ, una ciudad donde todos saben perfectamente qué hacer siempre, la mejor manera, la más eficaz… harto me tienen.
Recuerdo mi estreno como ansioso del atasco, usarlo para salir corriendo de aquÃ, con destino, como no, la playa, el mar, un pequeño pueblo de la costa.
La familia que me guiaba me iba poniendo en antecedentes, ya que era la primera vez que yo cambiaba la firme y bien redactada urbe por un pueblo de gente tranquila: “…aquà tienes que estar pendiente, pedirles las cosas varias veces, quejarte… Es que no saben trabajar, no es como en ‘Capital City’ (valga el seudónimo) allà todo va como la seda, llegas a un restaurante y rápidamente estás sentado y comiendo…”
Bien, ¿rápidamente sentado? ¿comiendo? Creo que aquÃ, aprendà a hacer colas, a desperdiciar minutos de vida, intentando hacer, como los oriundos, una cosa “normal”. Curiosamente en mi pequeña ciudad de origen esto no existe, el estilo es otro, si llegas a un bar y hay alguien esperando, casi nadie hace cola, no se lleva.
Recuerdo, una historia de una histérica veraneante de Capital City, que me explicaba, sus ojos me decÃan que ella lo creÃa y sentÃa realmente, como el personal de una carnicerÃa era traÃdo expresamente de su perfecta urbe de origen, porque en aquella pequeña localidad costera no sabÃan ni cortar la carne: “…claro, si son pescadores…”
En cierta ocasión, uno de los hijos tuvo una pequeña incidencia que requerÃa una vacuna, tras un par de intentos, volvieron corriendo a C.C., no habÃa que confiar en esas personas que lentamente nos enseñan a saber vivir.
Siempre he defendido a estas personas, para mÃ, son un espejo de mi tierra, de mis orÃgenes y en el fondo no considero que la prisa, el estrés, los aceleros nos lleven a buen camino. En todo caso, a una histeria y prepotencia que da el “creer que uno está en el uso de la razón, pero no tiene tiempo para explicarlo”.
Practico el paseo diario, por el metro, por las calles, sin empujar, sin entorpecer, lo intento, pero parándome en mirar y observar todo lo que creo merece la pena.
Supongo que pensarán que soy de alguna de esas localidad de “gente lenta”, ya he sido agraciado con más de un codazo, regado por una mirada asesina al ver que el tren que acababa de perder lo podrÃan haber cogido si no hubiera tropezado conmigo y quizás, afirmo yo, si hubieran salido cinco minutos antes de casa o habiendo dejado en ella, precisamente el tiempo y no convertirlo en la zanahoria del burro para que la noria se mueva.
En la actualidad Lewis Carroll tendrÃa bastante fácil, sin hacer casting, encontrar al personajillo del reloj de mano…