Ana Maria Matute
es una escritora que nació en Barcelona hace 79 años pero que no ha
olvidado lo que significa ser niño. La entrevistaron ayer en la radio y
dijo que se sentía una cría de once años, que se quedó estancada en esa
edad. Recurre a la infancia con
frecuencia en sus obras y en sus explicaciones, y cuenta que la
suya fue un tanto dura. Ha escrito libros sobre niños (Los niños tontos, 1956) y para niños: Caballito Loco (1982), Tres y un sueño (1961), Sólo un pie descalzo (1983) y Paulina (1984). Ha recibido multitud de premios y ha estado nominada al premio Nobel de Literatura.
Una vez le preguntaron cómo empezó a escribir, y contestó lo siguiente:
«(…) Supongo que las razones o motivos de un escritor como tal, obedecen
a causas tan distintas entre sí, como distintos entre sí son todos los
hombres; pero sin olvidar que a todos en general acostumbra unirnos un
nexo común: el malestar en el mundo.
Reduciendo esto a mi caso particular, si para explicar o explicarme
esas razones acudo a la infancia, es porque creo que tanto en la
literatura como en la vida, la infancia está siempre aquí.
Muchas veces he dicho que si yo escribo es porque no sé hablar. Y
añado ahora, que si todavía no sé hablar, acaso tenga parte en ello el
hecho de que fui una niña tartamuda. Pero muy tartamuda: como
acostumbran a presentarse en los chistes o en las películas cómicas.
Como no podía expresarme igual a las otras niñas, como me sentía
aislada del mundo que me rodeaba, y por circunstancias implícitas a la
época en que me tocó nacer, a la familia y clase social a que
pertenecía, mi infancia transcurrió, en su mayor parte, sumida en el
desamor y en la soledad.
Para los niños como nosotros, los padres resultaban seres casi
míticos, totalmente alejados de nuestra confianza. Por lo común, los
niños de mi tiempo debíamos refugiarnos en alguna amistad de colegio, o
en algún cariño capaz de llenar tanto vacío afectivo, como el que podía
ser el de alguna niñera o cocinera. Hasta que llegara un día en que
súbitamente y, aun en la ignorancia de la cara más cínica del mundo,
nos arrojasen hacia la vida, nos enfrentasen a ella brusca y
dolorosamente. de un empujón, como quien lanza a la piscina una
criatura que nunca aprenderá a nadar.
Lo que acabo de referir puede dar una idea aproximada de la soledad
de una niña cuyas palabras siempre hacen reír a sus compañeros en
clase. Incluso a sus profesoras, y hasta a sus propios hermanos. Risas
y burlas, que los años disculpan, pero que no pueden olvidarse. A mí me
gustaba estudiar, y lo hacía, pero no podía recitar mis lecciones o
responder a las preguntas en mi clase. Y acabé siendo la última, con
las represiones y amenazas que se suponen, y acabaron por arrinconarme
y aislarme definitivamente. Pasé a ser la eterna distraída cuando en
verdad ahora pienso era más exactamente la retraída. Así pues, ya que
la vida o el mundo me resultaban ajenos, me rechazaban, por así
decirlo, hube de inventarme el mundo, y la vida.
Nunca entré en lo que suele llamarse los secretos de las niñas,
porque las niñas no me querían. Era desmañada y demasiado inocente.
Sigo siendo desmañada, aunque lamentablemente, algo menos inocente.
No sé en qué lenguaje (porque existe el lenguaje de la infancia, un
lenguaje universal aunque siempre perdido u olvidado) me diría: ¿Quién
ha inventado mi vida? ¿Quién soy yo?
No creía pertenecer ni a aquella familia ni a aquel ambiente, ni a
aquella época ni a aquella sociedad. Intuitivamente me decía: ¿Es que
yo no soy de éstos, o es que todavía no he llegado a alguien? Después
de preguntarme: ¿Quién inventó mi vida?, decidí inventarla yo; y
enseguida comencé a escribir. Y a descubrir que la soledad podía ser
verdaderamente algo hermoso, aunque ignorado. Y de pronto, la soledad
cambió su figura, se convirtió en otra cosa. Creció como la sombra de
un pájaro crece en la pared, emprende el vuelo y se convierte en algo
fascinante: algo parecido a la revelación de la otra cara de esa vida
que nos rechaza.
Así aprendí a ver el fulgor de oscuridad. Yo quería (al revés de los
otros niños) ser castigada en el cuarto oscuro, para ver ese resplandor
de la nada aparente. Y recuerdo que un día, al partir entre mis dedos
un terrón de azúcar, brotó en la oscuridad una chispita azul. No podría
explicar hasta dónde me llevó esa chispita azul. Pero creo que todavía
hoy puedo, a veces, ver luz en la oscuridad, o mejor dicho, la luz de
la oscuridad. Eso es lo que hago cuando escribo.
En medio de estos pequeños desastres de mi vida, que a lo largo de
los años pienso no lo fueron tanto, estalló la Guerra Civil. Entonces,
la imagen más brutal y menos agradable de la vida rompió y penetró en
ese círculo mío, en esa especie de isla privada y solitaria. Aprendí a
mirar las cosas y los seres con otros ojos, a oír con otros oídos, y a
comprender, al fin, que no importaba demasiado de dónde venía yo o a
dónde iba. Supe que estaba allí. Y que debía avanzar, tanto si me
gustaba como si no.
Así estoy aún. Sólo puedo añadir, ya que no sé hablar, que probablemente tengo aún mucho que escribir. Pero nada más que decir.»
(Publicado en Revista de Bellas Artes, núm. 3. México, julio de 1982)
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