Extracto de una entrevista a José Luis Sampedro (Barcelona, 1917), escritor y economista, aparecida en Charlando sobre la Infancia, de Javier Urra Portillo (Ed. Espasa, 2000).
P. Usted siempre ha sido un docente. ¿Qué misión ha de tener quien enseña?
R. Mi pedagogía se resumía siempre en
dos palabras: amor y provocación. Hay que querer a los chicos y
provocarles para que piensen por su cuenta, para que se despeguen de
uno, para que discutan con uno y para que sean ellos, se hagan ellos.
P. ¿Cuándo deja uno de ser niño?
R. Huy, según! En ciertos
aspectos, yo no he dejado de ser niño. Se deja de serlo cuando uno
pierde el candor. Yo guardo cierta piel de inocencia, aunque quizá con
un aire de pillo.
P. ¿A qué huele un niño?
R. Los más pequeñitos huelen a
lana, a calorcito; es un olor a carne de niño. Porque tuve un niño así,
en brazos, escribí La sonrisa Etrusca.
P. ¿Cuál es el secreto de su ternura hacia la primera edad?
R. Por proximidad a la nada; por
decirlo así, el niño acaba de dejarla y uno está a punto de ir a ella,
de modo que eso enternece mucho.
P. ¿Cómo definiría la sensación de tener un nieto?
R. Es la sensación de transmitir,
casi, casi, una vida distinta de la que transmite el padre, porque uno
transmite una vida mucho más hecha, porque tiene mucha más edad y
además la tea se está apagando, de modo que hay que soltarla en seguida
y pasarsela a otro.
P. ¿Guarda algún juguete de la infancia?
R. Mío no, porque he pasado por
muchas vicisitudes. Mi primera infancia fue en Barcelona, meses después
en Tánger, después en Aranjuez, luego la guerra,… y las casas se han
destruido. Mías no, de mi nieto sí guardo cosas.
P. ¿Qué deberíamos hacer para mejorar el mundo de los niños y de los jóvenes?
R. La bondadosa tolerancia. No
puede ser de otro modo. Hace poco, por ejemplo, hemos celebrado el día
del sida, tenemos una Iglesia de amor todavía gruñendo contra el
preservativo, ¿usted cree que hay derecho a esa irresponsabilidad? Y es
por intolerancia, por no admitir cosas distintas y por ignorancia
científica. Sobre todo la bondad tolerante; admitir que el otro puede
tener, si no la razón, por lo menos su razón, lo mismo que yo tengo la
mía, y aceptar la del otro. Y no discutirla a palos, ni a tiros ni a
nada semejante, ni a golpe de dogmas.
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