He aquí un maravilloso libro escrito hace casi un siglo y titulado
Los papalagi. Se trata de una recopilación de los discursos de Tuiavii
de Tiavea, un jefe samoano. Fue publicado por Erich Scheurmann y en
España lo ha editado Integral. Scheurmann viajó a la Isla de Samoa, que por
entonces era colonia alemana, huyendo de la I Guerra Mundial. Allí
conoció al jefe Tuiavii. La antropología estaba en pleno auge.
Scheurmann descubrió que el jefe samoano tenía unos escritos en los que
explicaba a su pueblo cómo viven y se comportan los Papalagi (hombres
blancos) y parece ser que los publicó sin su consentimiento. Es un
interesante estudio antropológico al revés que merece la pena leer para
darse cuenta de lo tontos que somos, aunque pensemos lo contrario. Y
además es divertido. He aquí unos cuantos fragmentos. Se puede leer
entero en el web de Sisabíanovenía.
Sobre el metal redondo y el papel tosco: el dinero
«Cuando hablas a un Europeo sobre el Dios del Amor, sonríe y pone
cara divertida. Sonríe por tu estupidez. Pero tan pronto como le
muestres una pieza de metal redondo y brillante o una hoja de papel
tosco, entonces sus ojos se iluminan y la saliva empieza a babear por
sus labios. Dinero es su único amor, el dinero es su Dios. Esto es en
lo que todos los blancos piensan, incluso cuando duermen. Hay algunos
cuyas manos se han vuelto retorcidas y han tomado la apariencia de las
patas de una termita, como resultado del continuo esfuerzo por obtener
el metal y el papel. A otros se les han vuelto ciegos sus ojos de tanto
contar el dinero. Existen aquéllos que han dado su alegría a cambio de
dinero, su risa, su honor, su alma, su felicidad; sí, incluso su esposa
y niños. Casi todos ellos han dado su salud por dinero. Lo llevan
consigo en sus taparrabos, doblado junto, entre duras pieles. Por la
noche lo ponen bajo su envuelve-camas, de modo que nadie pueda
llevárselo. Piensan en él noche y día, cada hora, cada minuto. Y todo
el mundo ¡todo el mundo! ¡los niños también! Se lo llevan a casa. Sus
madres se lo enseñan y lo ven de sus propios padres. »
«Mis hermanos de piel luminosa, todos nosotros somos pobres. Nuestra
tierra es la más pobre de todas las tierras bajo el sol. No tenemos
suficiente metal redondo o papel tosco para llenar ni siquiera un
cofre. De acuerdo con las normas de los Papalagi somos desdichados
mendigos. Y todavía, cuando miro a vuestros ojos y los comparo con
aquéllos de los ricos allí, encuentro los suyos cansados, mortecinos y
perezosos, mientras que los vuestros brillan como la gran luz,
emitiendo rayos de felicidad, fuerza, vida y salud. Sólo he visto ojos
como los vuestros en los niños de los Papalagi, antes de que puedan
hablar. Porque antes de esa época no tienen todavía conocimiento del
dinero.»
Sobre el tiempo:
«Ésta es una historia increíblemente confusa, de la cual yo mismo no
he entendido todavía los puntos más sutiles, puesto que es difícil para
mí estudiar esta tontería más allá de lo necesario. Pero los Papalagi
le atribuyen mucha importancia. Hombres, mujeres y hasta niños
demasiado pequeños para andar, llevan una máquina pequeña, plana y
redonda, dentro de sus taparrabos. atada a una cadena de metal pesado,
colgando alrededor de la garganta o alrededor de la muñeca; una máquina
que les dice la hora. Leerla no es fácil. Se les enseña a los niños
arrimándolos a sus orejas, para despertar su curiosidad.»
(…)
«Porque los Papalagi siempre están asustados de perder su tiempo, no
sólo los hombres, sino también las mujeres y hasta los niños pequeños;
todos saben exactamente cuántas veces el sol y la luna se han levantado
desde el día en que vieron la gran luz por primera vez. Sí; juega un
papel tan importante en sus vidas, que lo celebran a intervalos
regulares, con flores y fiestas. Muy a menudo he observado que la gente
tenía que avergonzarse por mí, porque me preguntaban mi edad y yo
empezaba a reírme y no la sabía. «Pero tú tienes que saber tu propia
edad». Entonces guardaba silencio y pensaba: es mejor para mí no
saberla.»
Sobre las profesiones:
«Sólo unos pocos Papalagi pueden todavía correr y saltar como niños,
después de haber crecido. Cuando caminan arrastran los pies y se mueven
como si continuamente estuviesen cargados. Niegan y ocultan su
debilidad diciendo que correr, retozar y saltar está por debajo de la
dignidad de un hombre con orgullo. Pero esto es hipocresía; como sus
huesos se han endurecido y se han vuelto quebradizos, la felicidad ha
abandonado sus músculos, porque están condenados a muerte por su
trabajo. La profesión también es un aitu que destruye la vida; un aitu
que murmura promesas dulces a los oídos de la gente y al mismo tiempo
les chupa la sangre de sus cuerpos.»