Tengo la terrible condición de fijarme en detalles en los que
malgasto mucha energía. Pero lo de hoy me va a servir de
escarmiento. Al subir al tranvía, al principio de su recorrido, había
un joven que me ha parecido muy sospechoso, y no era porque tuviese
pinta de árabe. Aquí hay miles. No daría abasto. Estaba nervioso;
miraba a
todas partes; juntaba las manos como para rezar; parecía estar incómodo
en el asiento; ponía la palma de la mano, abierta, sobre el bolsillo
izquierdo de los vaqueros, que eran muy amplios, … No podía dejar de
mirarle, ante el mosqueo de mi acompañante, que me
estaba hablando sin que yo le prestara mucha atención. El pálido joven,
de
unos 18 ó 19 años, cerraba los ojos, agachaba la cabeza, se tocaba la
cara, palpaba los pantalones una y otra vez,… Por su
expresión, me parecío que estaba rezando a algún dios para pedir
perdón.
A mi me empezó a dar miedo. Empecé a imaginar cosas muy raras en sus abultados vaqueros. «Ese tipo es muy sospechoso», le
dije a mi acompañante. «Vámonos al otro extremo». Seguí mirándole de
lejos. De repente, se levantó y avanzó rápidamente hacia donde
estábamos. A mitad de camino, se sentó en otro asiento. Un hombre vino
detrás, buscándole, para entregarle algo que se le había caído al suelo
al cambiar de sitio. Era una pulsera de oro de señora, bastante gruesa,
por cierto. La ví bien porque el hombre la llevó colgando, cogida de un
extremo, desde una punta a otra del tren. La cara que puso el joven era
un poema, se quedó helado.
Lentamente, extendió la mano, cogió la pulsera y, sin decir nada,
volvió a metérsela en el bolsillo.
Nos bajamos. Era nuestra parada. Llamé al 112. Expliqué lo sucedido
con pelos y señales. El interlocutor, muy amable, tomó nota de toda la
información y me agradeció la llamada. Al cabo de una media hora me
llama la policía local de la estación final del tranvía.
«A ver, señora, ¿usted está todavía en el tranvía?», me dice un policía al más puro estilo Torrente.
«No, ya le dije al del 112 que acababa de bajar cuando les llamé».
«¿Y usted ha visto a esta persona quitarle la pulsera a alguien?», continuó, con muy malas maneras.
«Pues no, sólo les he avisado porque su comportamiento era muy sospechoso y …. »
Pero oí que el policía estaba hablando con otra persona.
«Perdone, ¿me está escuchando?», pregunté.
«Sí, sí, es que tengo que atender a todos, ¿sabe?»
«Mire, yo sólo trataba de ayudar, pero si no quiere escucharme, pues colgamos y en paz».
«¡Cuéntemelo si le da la gana! Pero si se va a poner así…»
«Pero ¿cómo que si me voy a poner así? Encima que les llamo, parece que me esté riñendo»
¡¡¡¡¡Y me colgó!!!!
Hace muchos años denuncié a un conocido bar de Barcelona que hay
detrás del Ayuntamiento. Dicen que era muy frecuentado por Pasqual
Maragall. Descubrí que tenían unos espejos en los
retretes que, en realidad, eran cristales transparentes, como los que
usa la policía para las ruedas de reconocimiento.
O sea, que los camareros veían perfectamente todo lo que ocurría dentro
de los servicios cuando la luz estaba encendida. Y eso explicaba muchas
idas y venidas por esa puerta donde rezaba “Sólo Personal”. Al poner la
denuncia, la policía me hizo la misma pregunta que hoy: «¿Usted ha
visto a estas personas mirar por ese cristal?» Por cierto, aunque en
aquel caso se presentaron inmediatamente dos coches patrulla para
comprobarlo, me han dicho que el
cristal sigue en el mismo sitio.
Y el joven del tranvía, seguramente, estará
vendiendo su botín.
Y yo no volveré a llamar al 112.