Archives for category: (Sobre casi nada)

A nuestro amigo de Nueva Caledonia
le robaron hace unos días al llegar a Madrid. Fue en el mismo
aparcamiento de una conocida empresa de alquiler de vehículos. Lo 
más triste, si cabe, es que le robó una mujer embarazada que se hizo la
desvalida. Mientras nuestro amigo trataba de ayudarla, dos compinches
de la futura madre le desplumaron sin que se diese ni cuenta. Se quedó
sin pasaporte, sin dinero, sin ropa, … sin nada. Cuando llegó aquella
misma mañana a la Embajada de su país —después de haberse pasado tres
horas sentado en una comisaría en la que no le hicieron el menor caso—
uno de los funcionarios le dijo que era el quinto en llegar por el
mismo motivo.

A mis padres les robaron ayer. Forzaron la ventana de su casa de
campo y empujaron la nevera hacia la reja. De ella sacaron todas las
viandas que pudieron, y se las comieron. Poco
después, al vecino de al lado de mi madre le reventaron el contador de
agua. Debían ser los mismos, que tenían sed. Esta nueva modalidad de
ladrones que sólo buscan comida es nueva por aquí. Y da que pensar.
Esas dos casas están en la montaña, separadas por un kilómetro de
monte.

Y, mientras, los anuncios que más se ven en la tele son esos de “Yo ya no tengo miedo porque tengo Securitas Direct”…

Bonito verano.

Ha llegado a este lugar remoto del planeta donde vivimos, por puro
azar, una pareja que vive en ese otro lugar remoto del mundo que
aparece en el mapa de arriba: Nueva Caledonia,
un grupo de islas en el sureste del Pacífico, cerca de Australia y
Nueva Zelanda, que son territorio francés desde 1853. Fue colonia penal
durante unos años (allí enviaban a los comuneros) y después ha vivido
sus más y sus menos. Casualmente, son una pareja de franceses jubilados
que han dedicado toda la vida a la educación de los niños y no tan
niños. Ella era directora de una escuela superior y él ha ejercido
siempre de profesor y, últimamente, de director pedagógico de un
instituto universitario de formación de maestros del Pacífico.

Mientras tomábamos un café, él nos contó algo de la vida allí y de
cómo
muchos franceses se hicieron multimillonarios hace unas décadas con las
minas de níquel (tienen más del 20% de los recursos mundiales conocidos
de níquel). «Conozco maestros que dejaron su oficio y se dedicaron a la
extracción del níquel, y construyeron palacios con piscinas que
llenaban hasta arriba de champán», contaba. Mientras, los indígenas
(kanak) contemplaban el enriquecimiento de los franceses sin obtener ni
un sólo beneficio para ellos. En algunos folletos
turísticos se habla de la convivencia ejemplar entre las distintas
culturas que comparten terreno en Nueva Caledonia, pero la realidad es
algo distinta. Hay tensiones. Y la historia es
bastante triste, porque los europeos no trataron con el merecido
respeto a los que ya estaban allí. Más bien, fue todo lo
contrario. 

Y todo eso afecta también a la educación. En 1980 se alzó
un movimiento independentista kanak. Los
nacionalistas pusieron en el punto de mira a la educación colonialista
que se convirtió en el símbolo del imperialismo francés. Los niños
kanak hablaban cada vez peor su lengua materna y solían hablar en
francés entre ellos. También se vió, de paso, que el uso del francés no mejoraba ni perjudicaba sus logros académicos.

El panorama ha cambiado mucho en los últimos años. En 1998 se
reunieron el primer ministro de Francia, Lionel Jospin, y los
representantes de los dos movimientos políticos principales de Nueva
Caledonia: uno de ellos apoya la presencia francesa y la administración
y el otro lucha por la independencia. El objetivo era conseguir un
documento para cambiar el estado de Territorio de Nueva Caledonia.
Querían pasar de ser un Territorio francés de ultramar a ser un
territorio autónomo con un nuevo concepto de soberanía compartida con
Francia. Era la primera vez que se conseguía algo así en la historia
legal y constitucional francesa.

Se llamó Acuerdo de Nouméa (Accord de Nouméa), en el cual se
decidió, entre otras cosas, que: “Les langues kanakes sont, avec le
français, des langues
d’enseignement et de culture en Nouvelle-Calédonie. Leur place dans
l’enseignement et les médias doit donc être accrue et faire l’objet
d’une réflexion approfondie”. (Las lenguas kanakes son, con el francés,
lenguas de enseñanza y cultura en Nueva Caledonia. Su lugar en la
enseñanza y los medios de comunicación debe pues aumentarse y ser
objeto de una reflexión profunda).

Se han ido multiplicando las escuelas populares
Kanak y en muchos centros se enseña en kanak. Significó un gesto de
respeto hacia la lengua materna de los niños. No obstante, el
bilingüismo en la escuela no es un tema en el que todos estén de acuerdo. Unos
creen que es un importante logro mientras que otros opinan que es
un problema. Nuestro nuevo amigo nos contaba que los pocos indígenas
que llegan a la Universidad se encontrarán con que las clases se
imparten sólo en francés y eso  hará que abandonen su carrera.

Por lo menos, allí el gobierno ha aprendido a respetar la lengua materna
de los niños. Por lo menos, tienen la opción de elegir en qué idioma
quieren estudiar, en el minoritario o en el otro. En España, no tenemos
tanta suerte.

Hoy había una mujer de mediana edad en la cola del supermercado,
delante de mi. Iba en bañador, con un elegante pareo y aspecto de
secretaria ejecutiva. Sólo tenía dos personas delante pero se empezó a
poner nerviosa. Me miró y me dijo, señalándome el sitio: «Yo estoy
aquí, ¿eh? Voy a buscar otra cajera porque esto no puede ser». La seguí
con la mirada en su deambular por los pasillos, con su cómico gesto de salva-patrias. Me volvió a mirar y dijo, cabeceando: «Claro, es que tenemos que quejarnos, porque si no…»

Puede que las cajeras de supermercado de provincias sean un poco más
lentas. Eso te exaspera cuando vienes de la gran ciudad y crees que tu
tiempo es demasiado valioso para perder un minuto. Desgraciadamente,
ocurre lo mismo en la carretera. Muchos corren más de lo debido para
llegar un cuarto de hora antes al peaje, donde te los vuelves a
encontrar.

Así son muchos de los veraneantes que llegan a esta playa a ocupar
su chalet o apartamento, vacío durante el resto del año. Este próximo
fin de semana se espera la avalancha. Como esta es una playa familiar,
se ven padres dedicados a la tarea de atender a los hijos, aunque sólo
sea en vacaciones.

Lo que nunca imaginé es que yo iba a ser capaz de contemplarles desde el otro lado, el tranquilo lado local,
y de reconocer esa prepotencia histérica que traen de la capital. Antes
yo era como ellos. Pero ahora hago ejercicios de antropología cultural
con los de la ciudad y no con los del pueblo, y juego a adivinar en qué
fase están. Al principio, reina la histeria. Después de unas semanas,
casi cuando es hora de volver, se han humanizado un poco.

Junto al paseo, en las duchas, veo cada tarde varias madres
histéricas porque sus hijos se les escapan para volver a mojarse los
pies una vez más o porque vuelven a manchárselos de arena. También oigo
órdenes militares, como las de ayer de una madre a dos chicos que
estaban haciendo un enorme castillo amurallado en la orilla: «¡Vámonos
ahora mismo si queréis poder bañaros en la piscina cinco minutos!».
¿Cinco minutos en la piscina? ¿Qué puedes hacer en una piscina durante
cinco minutos? Los niños contestaron con un gesto de asqueo
generalizado. Pensé: ¡Qué plastas somos los padres y qué difícil parece
darse cuenta de ello!

Cuando era pequeña, algo me chocaba de la serie Verano Azul
pero no sabía qué. Ahora lo sé. Aunque yo estaba en la misma situación
que Javi o Bea, no entendía por qué esos veraneantes con casas vacías
en la playa necesitaban vivir todo el año en la ciudad, donde no tenían
mar, ni amigos con los que saborear el tiempo, ni un espacio donde
poder jugar o ir en bicicleta. Sigo sin entenderlo (¡aunque me alegro
de que sigan allí!).

Llevo varios días buscando alguna solución para salvarle la vida a
este pino. No es un pino cualquiera. Cuando el antiguo dueño de la casa
—que ahora tiene 90 años— era niño, el pino ya estaba allí. Y dice que
cuando su padre era niño, el árbol también estaba presente. Cuando se
decidió a vendernos la casa, nos dijo, con pena, que el pino solo valía
mucho más que todo lo demás. Y tenía razón. Hace unos 15 ó 20 días, una
de sus
gigantescas ramas empezó a amarillear. Nos acercamos la semana pasada y
vimos que la corteza chorreaba resina y tenía una herida bastante
grande.
Está enfermo. Montones de hormigas se pasean arriba y abajo por el
tronco. ¿Irán a buscar huevos de algún insecto? Cualquiera sabe qué
hongo o qué insecto ha sido el causante de su herida mortal.
Averiguarlo es difícil, pero me he dado cuenta de que es casi la única
alternativa que me queda. Una supuesta experta en el tema, del pueblo,
me ha dicho esta mañana, mirándolo a 30 metros de distancia, que era
carcoma. Y, cuando se acercó, que eran termitas (!). Ni un día ni dos
son suficientes para leer toda las patologías
de los Pinus halepensis. Espero que mañana me ayuden en el Departamento de árboles monumentales de la Diputación de Valencia. Bonito sitio para trabajar.

La semana pasada intentamos abrazar el tronco una vez más, pero dos
personas no son suficientes para rodearlo. Impone. Impone mucho. Dicen
que ese alepo es el más antiguo de Alicante. Pensábamos que moriríamos
y que seguiría ahí, que Ana se haría mayor, y seguiría ahí.
Pero puede que nos toque verle morir…

Huesca es la primera ciudad española donde el Ayuntamiento
ha prohibido llenar las piscinas públicas y privadas por la falta de
agua. Ha salido hoy en los telediarios. Hace un par de días, el mismo
amigo que me contó lo del diagnóstico de la leucemia M3 me dijo, hablando de la sequía que se avecina:

—Normalmente, el verano siempre ha servido para compensar el gasto
de energía que hacemos en invierno. Pero el verano pasado no se notó la
diferencia, por el uso del aire acondicionado. Este año se prevé que
será mucho peor. Eso empeorará el agujero de ozono, que ya es un
problema irreversible, y acabaremos muriéndonos todos.

A pesar de que tiene toda la razón, me dió por reír. No pude evitar acordarme de la escena de Annie Hall, esa fantástica película de Woody Allen, en la que el niño Alvy Singer está en la consulta del médico con su madre:

Madre de Alvy: (al médico) Ha estado deprimido. De repente, no puede hacer nada.

Doctor: ¿Por qué estás deprimido, Alvy?

Madre de Alvy: Díselo al doctor Flicker. (Al doctor) Es algo que leyó.

Doctor: Algo que leyó, eh?

Alvy: El Universo se expande… Bueno, el Universo es todo, y se expande, algún día se romperá y ese será el final de todo.

Madre de Alvy: (gritando) Eso no es asunto tuyo. (Al médico) Ha dejado de hacer sus deberes.

Alvy: ¿Y para qué?

Madre de Alvy: (enfadada, gesticulando) ¿Qué tiene que ver el Universo contigo? ¡Tú estás en Brooklyn! ¡Brooklyn no se expande!

Doctor: (mirando a Alvy) No se expanderá hasta dentro de millones de
años, Alvy. Y tenemos que tratar de divertirnos mientras estemos aquí,
¿vale?

No es que yo piense como el médico, que, por cierto, fumaba mientras
hablaba con Alvy y su madre. Y no hay nadie que ofrezca menos
credibilidad que un médico que te recibe fumando o apestando a tabaco,
como me ocurrió a mi hace unos días. Pienso, como Alvy y como mi amigo,
que hay muchos motivos para estar preocupado y deprimido, y que no hay
esperanza de que la especie humana se pueda salvar de su propia
estupidez.

Hacía muchos años que no veía y oía la locura
colectiva que se desencadena tras esa victoria. Es media noche. En TV3
han puesto imágenes en directo de montones de niños a los que sus padres han
vestido de blau-grana y han pintado la cara. Los
vecinos están lanzando petardos por los balcones, montones de coches
pasan tocando el claxon, …. y seguramente, será así hasta las dos o
las tres de la madrugada. La fuente de Canaletas está ardiendo: lo
parece, por las bengalas. Y mañana amanecerán quemados el McDonald’s y
Burguer King de
las Ramblas, los puestos de flores y kioskos, y, de paso, todo lo que
lleve un
nombre que no suene a catalán.  

Un amigo me dijo ayer que no tenía que
preocuparme por la visita al
quirófano
del otro día; que había gente que sí tenía motivos reales de
preocupación, como un niño de 10 años al que acababa de diagnosticar
una leucemia M3. Es el tipo de comparación que no sólo te hace sentir
mucho peor por partida doble sino que te invita a buscar más ejemplos
horribles. Ya puestos, los niños de Darfur.

Además, resulta que mi
espalda tiene una contractura
de tal calibre (desde hace meses o quizás años) que el traumatólogo me
ha enviado de cabeza a rehabilitación. En ese tipo de centros no hay
niños, sólo adultos
estropeados. Lo mío es “sólo” una espalda tensa, pero allí hay cuerpos
que se han estrellado. Prefiero no pensar si en sus coches iban
también niños sin una silla reglamentaria. Todavía hay muchos padres
que llevan a los más pequeños como si fuesen proyectiles, convencidos
de que nunca pasará nada. Conocí a una risueña recepcionista, de
esas que te alegran el día sólo con oír su voz, que lanzó a su bebé,
sin proponérselo, a unos 400 metros de distancia del coche accidentado
por no llevarlo atado. Así que, por lo menos, valga este espeluznante
post para concienciar sobre la utilidad del cinturón y la sillita. No
es cosa de broma.

Volviendo al centro de rehabilitación, además de los adultos
estropeados están las
fisioterapeutas, vestidas de blanco y corriendo por el pasillo de un
paciente a otro. Es bastante felliniano. Una de ellas es pequeña,
morena, con cola de caballo, siempre masticando chicle. La que se ocupa
de
mí, Yolanda, tiene cara de sufridora, es rubia, alta, germana. Como no
hay paredes sino cortinas, se oye todo, las conversaciones con los
pacientes, los ronquidos de alguno que se queda dormido,… Se gritan
una a la otra, para
ver si han empezado ya con el tratamiento de X o si pueden adelantarse
ellas
para ajustar los tiempos. Nunca había estado en un centro de estos,
pero lo había imaginado como un templo budista y es
más bien como un mercado de abastos.

En medio del relajante masaje final, siempre hay gritos de alguien
que llama a Yolanda o de Yolanda que grita a alguna compañera, ya sea
para organizar horarios o para enviarse un mensaje en clave. Aunque lo
de ayer fue aún más surrealista. Una de las chicas empezó a
gritar en el pasillo: «Aaaarg! ¡¡Que alguien mate a ese bicho!!!  ¡¡No, no sé qué es!! ¡¡Que venga alguien!! ¡Por
favor!»… Resultó ser una hoja seca de una planta.

Hoy le he dicho a Yolanda que sales de allí más estresada
que entras. Me ha contestado que es lo que hay, que son conscientes de
lo que debemos pensar, pero que ella sola tiene que ocuparse de 28
pacientes, y que, si pudiese, se quitaría de encima 10 para
trabajar más tranquilamente con los demás, pero que no puede. «Si fuese
más despacio me diría el jefe, nena, lárgo de aquí», me dijo señalando
la puerta.

O sea, que en la rehabilitación también hay ratios insostenibles,
como en el cole.  Y eso que este centro es privado.

Ayer estuve una hora tumbada en una camilla del quirófano. Siempre
me ha dado miedo  enfrentarme a lo que realmente somos: nada, así
que he esquivado esta intervención durante 10 años. Me ví como un trozo
de carne siendo cortado por el carnicero, un trozo de carne haciéndose
todas las preguntas: ¿Por qué pensamos? ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué
amamos? Me acordé de la Canción de la Infancia
(Lied vom Kindsein): «¿Por qué yo soy yo y por qué no tú? ¿Por qué
estoy aquí y por qué no allí?… ¿Acaso la vida bajo el sol no es sólo
un sueño?». Pero, mientras tanto, el cirujano —un perfecto extraño al
que yo había dado permiso para que me abriese con un cuchillo— hablaba
animosamente con su ayudante, una médico residente, como si yo no
estuviese allí. Y eso me hacía sentir aún peor.

Comentaron la noticia del contagio de tuberculosis en una guardería,
y él se mostró indignado: «Los periodistas tendrían que
meterse en otras cosas y dejar de fomentar la cultura del miedo», decía
mientras sajaba. «Eso de la tuberculosis es lo más normal del mundo
aquí en Europa». Ella contaba cómo en otros países se vacuna a todo el
mundo contra esa enfermedad, aún sabiendo que no sirve para nada. A mi
me empezaban a castañetear los dientes, y me preguntaba por qué nadie
se apiadaba de mí y me daba un tranquilizante.

Después empezaron a hablar del colegio donde ella había inscrito a
su pequeño. Contaba que habían dejado dos plazas vacías por aula para
los posibles niños con minusvalías que pudiesen llegar a última hora. Y
el cirujano empezó a calcular lo que eso significaba: «Entonces, un 2%
de los niños son minusválidos en España? Eso no puede ser». Al final,
me cosieron, como a un muñeco, y salí del hospital. Y entonces vi
llegar a una mujer corriendo hacia la puerta de Urgencias con un niño
en brazos, de unos dos años. Iba muy angustiada y le repetía todo el
tiempo: «Ya llegamos, cariño, ya llegamos!». Y me eché a llorar.