Un amigo me dijo ayer que no tenía que
preocuparme por la visita al
quirófano del otro día; que había gente que sí tenía motivos reales de
preocupación, como un niño de 10 años al que acababa de diagnosticar
una leucemia M3. Es el tipo de comparación que no sólo te hace sentir
mucho peor por partida doble sino que te invita a buscar más ejemplos
horribles. Ya puestos, los niños de Darfur.
Además, resulta que mi
espalda tiene una contractura
de tal calibre (desde hace meses o quizás años) que el traumatólogo me
ha enviado de cabeza a rehabilitación. En ese tipo de centros no hay
niños, sólo adultos
estropeados. Lo mío es “sólo” una espalda tensa, pero allí hay cuerpos
que se han estrellado. Prefiero no pensar si en sus coches iban
también niños sin una silla reglamentaria. Todavía hay muchos padres
que llevan a los más pequeños como si fuesen proyectiles, convencidos
de que nunca pasará nada. Conocí a una risueña recepcionista, de
esas que te alegran el día sólo con oír su voz, que lanzó a su bebé,
sin proponérselo, a unos 400 metros de distancia del coche accidentado
por no llevarlo atado. Así que, por lo menos, valga este espeluznante
post para concienciar sobre la utilidad del cinturón y la sillita. No
es cosa de broma.
Volviendo al centro de rehabilitación, además de los adultos
estropeados están las
fisioterapeutas, vestidas de blanco y corriendo por el pasillo de un
paciente a otro. Es bastante felliniano. Una de ellas es pequeña,
morena, con cola de caballo, siempre masticando chicle. La que se ocupa
de
mí, Yolanda, tiene cara de sufridora, es rubia, alta, germana. Como no
hay paredes sino cortinas, se oye todo, las conversaciones con los
pacientes, los ronquidos de alguno que se queda dormido,… Se gritan
una a la otra, para
ver si han empezado ya con el tratamiento de X o si pueden adelantarse
ellas
para ajustar los tiempos. Nunca había estado en un centro de estos,
pero lo había imaginado como un templo budista y es
más bien como un mercado de abastos.
En medio del relajante masaje final, siempre hay gritos de alguien
que llama a Yolanda o de Yolanda que grita a alguna compañera, ya sea
para organizar horarios o para enviarse un mensaje en clave. Aunque lo
de ayer fue aún más surrealista. Una de las chicas empezó a
gritar en el pasillo: «Aaaarg! ¡¡Que alguien mate a ese bicho!!! ¡¡No, no sé qué es!! ¡¡Que venga alguien!! ¡Por
favor!»… Resultó ser una hoja seca de una planta.
Hoy le he dicho a Yolanda que sales de allí más estresada
que entras. Me ha contestado que es lo que hay, que son conscientes de
lo que debemos pensar, pero que ella sola tiene que ocuparse de 28
pacientes, y que, si pudiese, se quitaría de encima 10 para
trabajar más tranquilamente con los demás, pero que no puede. «Si fuese
más despacio me diría el jefe, nena, lárgo de aquí», me dijo señalando
la puerta.
O sea, que en la rehabilitación también hay ratios insostenibles,
como en el cole. Y eso que este centro es privado.