Después de pasar casi toda la vida dedicada a su carrera profesional
y a ser una ejecutiva de éxito, Elizabeth Perle McKenna comprobó que el
trabajo no lo era todo, que había enormes agujeros en su vida. Un día
decidió entrevistar a mujeres en su misma situación y se dio cuenta de
que el problema estaba más extendido de lo que pensaba. La liberación
de la mujer, el movimiento feminista, había fallado en algo
fundamental: la incorporación de la mujer al mundo laboral de empresa
había consistido sólo en hacernos un hueco, pero no se pensó en adaptar
las reglas masculinas a las recién llegadas. Y, ahora, las mujeres del
baby-boom son maduras, universitarias, profesionales que ocupan puestos
con los que ni podían soñar sus madres, pero que tienen que estar
disimulando su condición de mujer, o de madre, para no echarlo todo por
la borda. Esa situación es difícil de soportar mucho tiempo.
Perle McKenna meditó esta cuestión y decidió reorganizar su vida de otra forma. Escribió un libro titulado When work doesn’t work anymore, que aquí han traducido (traicionado) como No sólo de trabajo vive la mujer.
El texto es el retrato de muchas de nosotras, que pasamos la infancia y
adolescencia preparándonos para ser lo que quisiéramos ser.
Con estos relatos personales, se entiende, entre otras cosas, que la
tasa de natalidad sea tan baja. Tener hijos no estaba en nuestros
planes. No había sitio para ellos. Y se iba posponiendo hasta que, en
algunos casos, era demasiado tarde.
Aquí hay algunos fragmentos del libro:
«Me entusiasmaba buscando un ascenso. Me parecía que avanzar tenía
sentido. No debía detenerme a reflexionar; tenía que recorrer puestos y
convertirme en alguien.
Pasados los treinta, el camino comenzó a estrecharse un poco. Las
conferencias de ventas en la soleada Florida, que antes me parecían
atractivas y divertidas, ahora se me hacían demasiado lejos. Los viajes
de más de un día ya no me entusiasmaban. (…) A los 35 comencé a
sentir la indiscutible mortalidad de mis ovarios. Después de todo,
acababa de cumplir 35 cuando se publicó un estudio que sostenía que yo
tenía tantas posibilidades de encontrar un marido como de ser raptada
por un comando terrorista.
Para esa época, mis amigas que habían tenido hijos a los 20 estaban
nuevamente trabajando. Parecía que ellas habían tomado decisiones mucho
mejores que las mías. Yo siempre había querido tener hijos. (…)
A veces, cuando tenía un día especialmente malo, me decía que podría
intentarlo, pero seguía viendo el hecho de tener hijos como una especie
de año sabático que debía tomarme en el trabajo. Todo giraba en torno
de mi carrera. Era mi parte creativa, mi forma de expresión: era yo.
Cerca de los 40 años, me casé con un hombre con un excelente trabajo
y con hijos adolescentes. Una de las cosas que compartíamos era el
orgullo por los éxitos del otro. Los dos teníamos cargos de
responsabilidad y estábamos bajo presión. (…) Hicimos un trato con
respecto a los hijos: tendríamos entre cero y uno. Después de mi
cumpleaños número 38, y a los 16 años de haber comenzado mi carrera,
tuve un bebé. Mi hijo apareció justo en el momento en que estaba a
punto de aceptar el desafío más importante de mi vida profesional.
Pensé que podría con todo. Otras lo habían hecho. (…)
Según lo que yo misma había establecido, el valor de mi vida
dependía de ir cumpliendo los objetivos establecidos en la lista. En
ella incluía Universidad; cumplido; carrera; cumplido; esposo;
cumplido; hijo; cumplido. El problema era que cuando yo había
confeccionado este listado era muy joven, por lo tanto, era inmortal y
la vida no tenía consecuencias. Los obstáculos eran logros que se
hacían esperar. Lo que yo no había tenido en cuenta es que esta
programación debía incluir diferentes sistemas de valores y que en
realidad no lograría la tan ansiada vida perfecta. A medida que iba
dando por cumplidos los puntos de la lista, me iba sintiendo cada vez
peor respecto de mis logros, porque éstos implicaban cada vez más
concesiones por parte de un sistema de valores que estaba oculto en
algún sitio dentro de mí.
En medio de las reuniones, estos valores comenzaron a aparecer
disfrazados de ansias de silencio y de sol. Me hicieron sentir molesta
cuando tenía que asistir a cenas de negocios a las que antes me
encantaba asistir. Quería llevar a mi hijo a la cama. (…)
Me sentía mal cada vez que veía a una niñera llevando de paseo a un
bebé, porque sabía que una de ellas paseaba al mío y creía en lo que
piensan las personas que desean que las mujeres no accedan al mundo del
trabajo: que el niño estaría mucho mejor si la madre estuviese a
disposición de él todo el tiempo. Además, la vida sexual de todo el mundo
era mejor que la mía. Sentía que nada me salía bien y mi autoestima
estaba por los suelos: yo trataba de ser todo para todos y terminaba no
siendo nadie para mí.
Cada mensaje acerca de quién debía ser yo me parecía correcto. Todo
era igualmente importante y urgente. El problema era que todos estos
mensajes no podían coexistir. Mi mente no tenía paz. (…)
La maternidad no tenía nada que ver. En realidad, había descubierto
el problema. La cuestión era que trabajaba en un entorno que no era el
apropiado. Yo era una mujer que deseaba algo más que el éxito
convencional: deseaba tener una vida.
Cuando veía que mis amigas que no tenían maridos ni hijos estaban
pasando por lo mismo, me daba cuenta de que se trataba de algo
fundamental. Parecía que todas estas mujeres tan brillantes y
trabajadoras sentían que sus vidas tenían grandes agujeros. No
importaba si tenían hijos o no. Tampoco dependía de que estuviesen
casadas o no. Todas estas mujeres se definían como profesionales, como
trabajadoras, pero eso había dejado de resultarles suficiente. (…)
Trabajaban en un mundo en el cual las mujeres que tenían puestos de
dirección y ejecutivos tenían que desempeñarse tan bien como los
hombres y donde el triunfo tenía que ver contrabajar igual que un
hombre. En realidad, el mundo masculino de los negocios no había hecho
más que agregar al juego de póquer algunos jugadores femeninos. Eso
significaba que las mujeres invitadas a la mesa de los logros y las
oportunidades jugaban según reglas que habían sido establecidas mucho
tiempo antes de su llegada. (…)
Como me decía una ejecutiva dedicada a la inmobiliaria: «Todo lo que
suene a mamá y a pastel de manzanas debilita mi posición en el trabajo.
Tengo que competir con los hombres en términos masculinos».
Doble filo
Es fácil dejar a un lado aquellas partes de la vida que no se
cuantifican con facilidad y que no llevan al éxito. Son cosas que no
tienen una retribución inmediata. Las mujeres han quedado presas del
doble filo de una espada al aceptar que se las evalúe con las mismas
reglas que se usan para los hombres. De esta manera están negando o
posponiendo partes de su identidad. Son mujeres que aconsejan a las
mujeres que no saquen a relucir preocupaciones femeninas. Una mujer
mujer ejecutiva de una empresa editorial se encontró con que su nuevo
jefe quería tener con ella reuniones todas las mañanas a las 8:30. «No
puedo llevar a mi hija a la escuela y llegar a tiempo», se afligía,
«pero no puedo decirlo porque pensarán que no tomo mi trabajo con
seriedad.» (…)
Llega un momento en el cual las partes olvidadas de nuestras vidas
nos hacen pagar un precio por la falta de equilibrio. Los síntomas van
desde la acidez al aburrimiento, y desde un sentimiento de injusticia
hasta la franca depresión. Los beneficios que brinda el trabajo dejan
de compensar la sensación de vacío, de tiempo perdido y de sin sentido.»
Como nuestro padre y nuestra madre
«Nuestras vidas personales tampoco son lo que imaginábamos. No sólo
no esperábamos trabajar tanto sino que tampoco suponíamos que nuestros
esposos (si los teníamos) iban a caer víctimas de las
reestructuraciones. Aún cuando hayamos esperado un príncipe y éste haya
llegado, lo más probable es que el príncipe necesite nuestros ingresos
tanto como los suyos. (…) Como muchas de nosotras dimos prioridad a
nuestra carrera, llegamos a la mitad de la vida y nos dimos cuenta de
que no habíamos tenido tiempo para casarnos ni para tener hijos. Las
que formaron familias, en cambio, no sólo tuvieron que hacer lo que
habían hecho sus madres, sino también lo que habían llevado a cabo sus
padres. Eso no era exactamente lo que teníamos en mente al
comenzar».