Juan José Millás escribió un artículo en El País Semanal el pasado día nueve que ha traído cola. Se titulaba María Tapia: La vida del ama de casa.
Aquí hay un fragmento:«María Tapia trabaja de 14 a 15 horas diarias
(alguna más que yo, para decirlo todo) y los fines de semana hace horas
extras. Pese a ello, no está conectada a ninguna red de intereses que
trascienda más allá de las cuatro paredes de su casa. Su actividad no
provoca asientos contables, ni movimientos financieros, ni
transferencias bancarias.
María no factura a nadie un solo minuto de su
esfuerzo diario, no recibe una nómina y, por tanto, no cotiza tampoco
para cobrar en su día una jubilación. Si hoy fuera a comprarse un
televisor a plazos y le pidieran, como es habitual, un certificado de
ingresos del último año, no tendría nada que enseñar porque no los ha
tenido. María Tapia es ama de casa, así que pertenece a esa mitad de la
humanidad que realiza actividades invisibles para el sistema, pero sin
las que el sistema, curiosamente, se vendría abajo.
María Tapia no
existe ni para los expendedores de tarjetas de crédito, ni para los
directores de las cajas de ahorro, ni para el FMI o el Banco Mundial.
Quizá posea una tarjeta de crédito, pero como mera extensión geográfica
de la de su marido; quizá le concedan un crédito, pero no por ella
misma, sino por su marido; tal vez pueda tener una cuenta corriente,
pero su titularidad será subsidiaria de la de su marido.
María Tapia es
por sí misma invisible para el sistema; sólo junto a su marido, que al
trabajar fuera de casa es reconocido como un individuo productivo,
adquiere una identidad vicaria, es decir, el eco de una identidad. Lo
cierto es que si María Tapia y la mitad invisible de la humanidad que
representa abandonaran de un día para otro las tareas domésticas, de
forma que tuviera que hacerse cargo de ellas la mitad visible, la
economía mundial sufriría gravísimos desajustes, pues son millones y
millones las horas que se van en hacer la compra, en asear la casa, en
cocinar, en limpiar el polvo, en cambiar las sábanas, en tender la
ropa, en plancharla, en traer a los niños al mundo y amamantarlos hasta
que se les puede llevar a la guardería, al colegio, al pediatra, al
psicólogo, al cumpleaños de un amigo
(…)»
Ha sido tal la avalancha de
cartas que han llegado al periódico por este artículo que ayer domingo El País
dedicó cuatro páginas de su EP[S] a algunas de ellas. Muchas son de
agradecimiento («¡Por fin alguien se fija en lo que hacemos!», vienen a
decir). Otras son de sorpresa y tristeza («Yo las llamaba Marujas a
todas y desde ahora las respetaré. Cuánto mérito infravalorado», dice
una gallega entre sollozos).
Otras, en cambio, ¡se muestran ofendidas!
(«¡Con lo que yo he luchado por lograr esta vida tan moderna y
encontrar un marido que me planche y para que mi hijo no viva en Cuéntame lo de Cuéntame
es literal y ahora viene este a describir una vida que ya no existe»,
viene a decir la carta de otra, muy airada. Me pregunto si
realmente piensa la representante de la modernidad que la vida a lo Maria Tapia sólo
existía en los años 70).
Otras aprovechan para arremeter un poco contra
Juan José Millás (que si «no se entera», que si «tendría que venir a mi
casa donde no sólo trabajo fuera sino también dentro», que si «yo mucho
mucho mucho más que Maria Tapia», que si esa mujer «trabaja 15 horas es
porque quiere»).
Es mucho mejor la reacción del público que lo que
cuenta Millás en su reportaje.